LA POLITICA MONETARIA Y LA RETIRADA DE LOS BANCOS CENTRALES DESDE LA LIBERALIZACIÓN FINANCIERA                 

Ni Irlanda, ni España, ni ningún otro país que haya sufrido burbujas inmobiliarias de cualquier envergadura sin por ello dejar de gravar sus finanzas públicas, habrían podido seguir ese camino durante tanto tiempo sin la posibilidad de una financiación fácil, y ésta les fue ofre­cida por los grandes bancos europeos, favorecida por la liberalización financiera y por las políticas monetarias adoptadas por la totalidad de los bancos centrales desde finales de los años 90. Con el estallido de la burbuja inmobiliaria y la salida a la luz de los riesgos de la tituliza- ción, cayeron en su propia trampa. Sin embargo, a día de hoy, sus ac­cionistas, dirigentes y personal especializado de las salas de mercado (los traders] han logrado hacer recaer el coste de sus operaciones cada vez más arriesgadas en los que pagan impuestos, así como en todos aquellos a los que han afectado las medidas de austeridad presupues­taria y el desmantelamiento de los servicios públicos y de la protec­ción social.


El crédito bancario, tal y como hemos visto anteriormente, cum­ple funciones esenciales en el sistema capitalista. Originalmente, pro­porcionaba a las empresas sumas de dinero a corto plazo que les per­mitían esperar a que les pagaran lo que les debían (descuento de efectos comerciales y otras formas de créditos), así como préstamos a medio plazo como complemento a los capitales invertidos en activi­dades creadoras de valor y plusvalías. Posteriormente se extendió a los particulares, proporcionándoles sumas superiores a sus ahorros y sus ingresos corrientes, primero para posibilitarles la construcción o com­pra de viviendas, y después, a partir de los años 70, para comprar bie­nes de consumo duraderos. El denominado «activo» de los bancos ha estado siempre compuesto por una suma de derechos de cobro sobre créditos concedidos o sobre préstamos a prestatarios de diferentes ti­pos: empresas, hogares (préstamos hipotecarios y créditos al consu­mo) y Estados. Los créditos bancarios poseen diferentes vencimientos (también llamados «grados de madurez») y conllevan riesgos más o menos elevados: pueden ser bajos o incluso nulos en algunos casos, y elevados o muy elevados en otros.




Cuanto más a largo plazo es un préstamo, más elevados son sus intereses, aumentando los «beneficios bancarios» en relación con el nivel de riesgo asumido por los bancos en las operaciones de «pedir prestado a corto» (a tipos de interés bajos) para «prestar a largo» (a ti­pos elevados). El montante total de créditos creado ha sido siempre muy superior tanto al de los capitales propios de los bancos (aporta­dos por los fundadores y posteriores accionistas) como al de las sumas ingresadas como depósito (cuya actual fuente principal es, en los paí­ses capitalistas avanzados, el ingreso de las nóminas salariales). Los créditos han sido siempre la forma simultáneamente más desarrollada y más vulnerable del capital ficticio32; la cuestión consistía en saber cuánto tiempo podía sostenerse la expansión acelerada del crédito in­herente a la fase eufórica que siempre culmina el auge de los ciclos económicos, y cuál sería la magnitud de los estragos en caso de desen­lace difícil (un hard landing o un soft landing). Incluso cuando los ban­cos no son el punto de partida de la crisis, como fue el caso de 1929 en Estados Unidos, cuyo origen estuvo en Wall Street, los bancos han participado siempre en la euforia financiera que invariablemente ha marcado la fase final de los ciclos económicos. La creación de crédi­to es también creación de moneda: al crear un «poder de compra» a beneficio de una empresa o de un hogar, el crédito bancario provoca un aumento de la masa monetaria en circulación.



Al ser el crédito bancario un factor de riesgo y, durante una época, también un vector de inflación, una de las grandes misiones de los ban­cos centrales desde el siglo XIX no ha consistido simplemente en servir de prestamista en última instancia en caso de crisis bancaria, sino ante todo en supervisar y controlar en le medida de lo posible el ritmo al que se creaba el crédito. Es lo que The Economist designa como «the way we were» (literalmente, «el modo en que éramos»), algo que los bancos cen­trales hacían, y según los autores de un reciente dossier deberían intentar cumplir de nuevo, aunque sólo fuera un poco. Este control se ejerce a través de la cantidad de activos de crédito que el Banco Central decida retirar del mercado por medio de su compra («prendre en pensión», se­gún la expresión en Francia), y del precio al que se facture este servicio a los bancos (tasa de redescuento). Se ejerce por tanto a petición de los bancos, cuando conceden demasiado crédito y la situación de sus balan­ces exige llamar a la puerta del Banco Central para refinanciarse. Esta ne­cesidad puede ser apreciada por los mismos bancos o dictada por reglas estatales, lo que en otro tiempo se llamó «contención o control del crédi­to», abolido en Francia en 1986. Desde la liberalización y la desregulari- zación financieras, uno de cuyos pivotes fue el Banking Act de 1980, «el Banco Central estadounidense [el Federal Reserve Bank, el Fed] ya no controla la oferta de moneda», al menos hasta que una crisis financiera y bancaria le devolviese, como ocurrió en 2008, toda su importancia en tanto que prestamista en última instancia. A partir de los años 80, los bancos pudieron refinanciarse en los mercados financieros a través de fondos de pensiones y Mutual Funds, y a continuación poner en práctica las técnicas que les permitían la titulización de sus créditos, o lo que es lo mismo, nuevas formas de aumentar la masa monetaria escapando del control del Fed. Posteriormente tuvo lugar la total modificación del mo­delo bancario, de la cual ya hemos hablado en el primer capítulo. La ilu­sión de que la política monetaria aún era capaz de controlar la inflación se basó en la concomitancia de la desregularización financiera, conjunta­mente con la liberalización comercial y la escalada del poder industrial de Asia. Los asiáticos hicieron bajar los precios de los bienes manufactu­rados destinados a los asalariados y abrieron una fase muy diferente en la que las presiones deflacionistas pasaron a ser las más preocupantes.




Con la formación y el desarrollo del shadow banking system, lo que desde los años 80 era cierto para el control del crédito ha pasado a serlo también para la simple apreciación estadística de su importe. ¿Cómo seguir la actividad de los bancos cuando el 50% de las transacciones que afectan al crédito se efectúan por contratos directos (OTC)? Paralela­mente, el temor a provocar movimientos de inquietud entre los inver­sores ha llevado a los Bancos Centrales a ocultar los riesgos cuando los identificaban. «El arte del banquero central», arte del que Alan Greens- pan fue considerado el gran maestro hasta la aparición de la crisis, se re­sume en «saber hablar a los mercados» y en no negar nada a los bancos. A partir de 1998 (crisis asiática y rusa), el eje central de la política mo­netaria del FED fue la bajada de los tipos exigidos a los bancos y la acep­tación sin restricciones del montante de activos sometidos a descuento bancario. En un libro en el que practicaba una autocrítica parcial, Alan Greenspan reconoció los límites de esta política y sus efectos de ali­ mentación de la burbuja inmobiliaria y de los mercados bursátiles, sin decir qué hubiese podido hacer de forma diferente a partir del momen­to en el que el régimen de acumulación, dominado por las finanzas y centrado en la Bolsa, pasase a tener consecuencias macroeconómicas determinantes en el nivel de los intercambios.